SALÓN
8
Los niños de la escuela me
enviaban constantemente al salón 8. La risa de los demás y el ambiente de
sarcasmo me indicaba que esto era algún tipo de bullying, pues éramos del salón
5. Existía el salón 6 pero no el 7, lo que me hizo pensar que cada vez que me
indicaban que fuera al salón 8 era una forma de decir “vete al infierno”. El
maestro Sasaki pedía constantemente a los alumnos que ayudaran en la escuela al
nuevo niño extranjero. “No le hagan bullying ni se burlen de él, aún no habla
japonés, pero cuando aprenda, vais a ver cómo Kenji os supera a todos, pues es
muy inteligente”, decía. No sé por qué el maestro Sasaki tenía tantas
esperanzas puestas en mí. “Si supiera que vengo con malas calificaciones desde
Colombia”, pensaba yo con desaliento. En el salón 5 se inició una campaña de
“ayudemos a Kenji” como la de “liberemos a Willy” o uno de esos hashtags de hoy
en día. Entonces fue cuando los niños se cansaron de tanta responsabilidad, de
explicarme, involucrarme, guiarme de la mano, como si fuese un bebé de tres
años, y escribir por mí notas para estudiar en casa. Fue así que uno de ellos
dijo entre dientes: “Kenji debería ser enviado al salón 8” y resultó que
existía. Era el último salón. En el fondo del segundo piso, lejos de los otros
salones. Lo hallé por la costumbre de andar solo por cada recoveco de la
escuela. Me paré en la puerta y contemplé una escena peculiar: una maestra con
bata colorida, una toalla blanca en su mano y con una expresión amable dibujada
en su rostro. Cuidaba de siete alumnos que trabajaban con masilla de color. Sus
cuerpos delataban que la edad varíaba demasiado y advertí en ellos unos rasgos
diferentes: cinco tenían síndrome de Down y otros dos una condición especial
que desconozco; cada niño tenían en su hombro una toalla para limpiar la saliva
que caía constantemente en la mesa mezclándose con la masilla de color. Sí, el
8 es el salón especial de nuestra institución educativa, y ahora comprendo por
qué al no entender casi nada, alguien tuvo la genial ocurrencia de enviarme
allí. Es bullying, y hasta eso me demoro en entender por la diferencia abismal
del idioma. Viene a mi mente el rostro del niño que me envió al salón 8 y de
los que se rieron también y siento profundas ganas de llorar por la impotencia
de no poder hablar bien, de no poder hacer un chiste, preguntar o comentar algo
interesante como lo hacía en Colombia. Esa imposibilidad me había llevado a
reaccionar con violencia. Había vivido parte de mi infancia en las calles sin
control del sur de Bogotá, viendo y admirando las peleas callejeras. Dadas
algunas de mis acciones, me habían llevado al psicólogo, y parado a la entrada
del salón 8 siento pereza de tener que enfrentarlo de nuevo. La última vez me
había examinado como a una especie de planta amazónica y creyó que mi violencia
obedecía a secuelas de la guerrilla, los paramilitares y los narcos que
constantemente aparecían en las noticias sobre Colombia que transmitían en
canales internacionales y sugestionaban a los japoneses. La
maestra de rostro amable se percató de mi tímida presencia en la puerta y me
llamó por mi nombre: “Kenji kun, tettsudatte” [Niño Kenji, ¡ayúdeme!]. Entiendo
demasiado bien la palabra “ayudar” en japonés, pues los maestros decían una y
otra vez, “hay que ayudar a Kenji que no entiende nada”, “no dejen a Kenji
solo, hay que ayudarlo”. Pero lo que no estaba entendiendo en ese momento era
la conjugación del verbo ayudar, pues la maestra no quiere ayudarme, sino que
pide mi ayuda. “¿Acaso yo sirvo para algo en este país?”, pensé con gran
curiosidad. Me sentó al lado de un niño llamado Kaoru y me pidió: “No dejes que
se coma la masilla”. Mi trabajo es fácil, cada vez que Kaoru cae en la hipnosis
de la masilla, lo despierto y le digo: “Tabecha dame” [No es de comer] y él,
obediente, continúa trabajando. Permítanme resumirles, mis queridos lectores:
dos semanas después estoy con una bata colorida, una toalla en mis manos y no
tengo ganas de llorar. Estoy orgulloso. Orgulloso de ser un improvisado maestro
del salón 8. Pasé de ser una planta amazónica en el salón 5 a un activo e
improvisado ayudante de la maestra en el salón 8. Allí aprendí y enseñé los
colores, los números, las horas del reloj, los animales y la escritura más
básica del japonés, ¡vaya si estas eran las clases que yo mismo necesitaba!
Tuve paciencia porque la mayoría la tenía conmigo y, sobre todo, no dejé que
Kaoru se comiera la masilla de color, bueno, tal vez solo un poco. Lo que
inició como “el bullying del salón 8” terminó siendo mi clase más importante de
japonés y, quién sabe, mis primeros pasos en esto de lo social que tanto me
sigue fascinando. Tal vez, y solo tal vez, la vida no es buena ni mala,
simplemente es la vida. Tal vez, y solo tal vez, no hay historias buenas o malas,
simplemente el tiempo lo dirá.
INOCENTE
CREATIVIDAD
“Si quieren sobrevivir,
deben ser creativos”. Lejos de ser alentadora, esta frase siempre me estresó,
sentía ansias solo de pensar qué tan creativo podía ser en este mundo colorido
y cambiante. La creatividad, sin embargo, puede ser algo natural si se entiende
uno de sus principios más fundamentales: volver a creer. Es necesario cierto
grado de inocencia para volver a creer y tal vez por esto la gente creativa
comúnmente es comparada con niños alegres y sin temores. Tenía diez cuando
llegué a Japón y esto me devolvió literalmente a ser un niño de cuatro años,
pues ni siquiera sabía hablar el idioma. Tuve que aprender a caminar nuevamente
ya que los japoneses siempre transitan por un lado del andén y conservan el
otro libre para no ir en contravía. Como si fuesen carros, van respetando
siempre el sentido de la vía peatonal y todo tipo de señalización. Me demoré en
entender que el lado derecho de las escaleras eléctricas debe estar siempre
libre para aquellos que van con mayor prisa. Lo que me dejó en un estado de
inocencia dispuesto a creer todo fue sentarme en un inodoro de avanzada
tecnología que me lavó y secó después de hacer mis necesidades fisiológicas.
Luego de algo así, si los japoneses me hubiesen dicho que allí los perros
hablaban gracias a un traductor en sus cuellos, les hubiese creído ciegamente
(hoy ya existe esa tecnología gracias a gente creativa). Volver a creer es un
principio esencial para la creatividad y, si bien es verdad que ciertas
experiencias amargas de la vida hacen que esto sea muy difícil, pienso, mis
queridos lectores, que imposible no ha de ser. “Papá, estoy creando un cohete
con un amigo para viajar al espacio”. La convicción en la voz y los ojos de
Kenji David chocaron de frente con la mirada seca de un padre que hace muchos
años pensó lo mismo. Sentí una terrible nostalgia de ese brillo en mis ojos.
Pero luego veo a niños grandes con ese brillo en sus ojos y el mismo discurso
del cohete, sí, niños grandes como Elon Musk quien es el dueño de Tesla Motors
y hace realidad sueños que muchos ya no creemos. En este orden de ideas es
importante sanar, cicatrizar y, especialmente, no abrir heridas en otros para
volver a creer con inocencia y así dar pasó a la creatividad. Ese rating
mórbido de noticias, imágenes atroces de la maldad oscura que viaja rápidamente
en redes, deja un sinsabor de desesperanza en nuestra humanidad. Pienso por
esto que quien desee volver a creer para luego crear le urge una dieta y
desintoxicación de ese producto negativo y viral. Me resulta de maravillosa
terapia ver con Keigo Daniel, nuestro hijo de diez años, los capítulos de una
serie donde un niño llamado Finn y su perro amarillo, Jake, hacen alarde de su
inocencia creyendo en todo el mundo, incluso en el malvado Rey Helado que
siempre los engaña, pero la inocencia vence con creatividad a la adversidad y
todo termina siempre en una gran hora de aventura. Veo incluso los grotescos
capítulos de Rick and Morty, ese abuelo degenerado que viaja con su nieto a
universos paralelos enfrentando con irónica crudeza nuestro malvado
comportamiento existencial, pero con una innegable luz de esperanza en cada
capítulo. Pocos imaginan que es haciendo dieta de malas noticias y viendo estos
programas para niños que encuentro creatividad excelsa para nuevas temáticas de
conferencias. Pero mejor cito a Víctor Hugo (1802-1885), escritor de aquella
obra maestra, Los miserables, que ha conquistado el mundo entero: “La fuerza
más fuerte de todas es un corazón inocente”.
Procure
no leer con afán estos escritos. Si existe alguna urgencia en estas letras, no
es más que la reflexión. Y allí, el afán muere. De ser posible, lea despacio y
respire. Reflexione e intente recordar. Luego, quién sabe, al conectar
recuerdos de vivencias propias, logremos rasguñar esa apreciada sabiduría
íntima del momento. Sin pretensión y con gran estima.
Yokoi Kenji Díaz
FUENTE:
LIBRO Salón 8: Relatos de inspiración y liderazgo de Yokoi Kenji Diaz
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